Mario era un niño bueno, pero tan impaciente e impulsivo que pegaba a
sus compañeros casi todos los días. Laura, su maestra, decidió entonces
pedir ayuda al tío Perico, un brujo un poco loco que le entregó un
frasco vacío.
- Toma esta poción mágica que ni se ve, ni se huele. Dásela al niño
en las manos como si fuera una cremita, y dejará de pegar puñetazos.
La maestra regresó pensando que su locuelo tío le estaba gastando una
broma, pero por si acaso frotó las manos de Mario con aquella crema
invisible. Luego esperó un rato, pero no pasó nada, y se sintió un poco
tonta por haberse dejado engañar.
Mario salió a jugar, pero un minuto después se le oía llorar como si
lo estuvieran matando. Cuando llegó la maestra nadie le estaba haciendo
nada. Solo lo miraban con la boca abierta porque… ¡Le faltaba una mano!
- ¡Ha desaparecido! ¡Qué chuli! ¡Haz ese truco otra vez! - decía Lola.
Pero Mario no había hecho ningún truco, y estaba tan furioso que
trató de golpear a la niña. Al hacerlo, la mano que le quedaba también
desapareció.
Laura se llevó corriendo a Mario y le explicó lo que había ocurrido, y
cómo sus manos habían desaparecido por usarlas para pegar. A Mario le
dio tanta vergüenza, que se puso un jersey de mangas larguísimas para
que nadie se diera cuenta, y ya no se lo volvió a quitar. Entonces
fueron a ver al tío Perico para que deshiciera el hechizo, pero este no
sabía.
- Nunca pensé darle la vuelta. No sé, puede que el primo Lucas sepa cómo hacerlo…
¡Qué horror! El primo Lucas estaba aún más loco que Perico, y además
vivía muy lejos. La maestra debía empezar el viaje cuanto antes.
- Voy a buscar ayuda, pero tardaré en volver. Mientras, intenta ver si recuperas tus manos aguantando sin pegar a nadie.
Y Laura salió a toda prisa, pero no consiguió nada, porque esa misma
noche unas manos voladoras -seguramente las del propio Mario- se la
llevaron tan lejos que tardaría meses en encontrar el camino de vuelta.
Así que Mario se quedó solo, esperando a alguien que no volvería.
Esperó días y días, y en todo ese tiempo aguantó sin pegar a nadie, pero
no recuperó sus manos. Siempre con su jersey de largas mangas, terminó
por acostumbrarse y olvidarse de que no tenía manos porque, al haber
dejado de pegar a los demás niños, todos estaban mucho más alegres y lo
trataban mejor. Además, como él mismo se sentía más alegre, decidió
ayudar a los otros niños a no pegar, de forma que cada vez que veía que
alguien estaba perdiendo la paciencia, se acercaba y le daba un abrazo o
le dejaba alguno de sus juguetes. Así llegó a ser el niño más querido
del lugar.
Con cada abrazo y cada gesto amable, las manos de Mario volvieron a
crecer bajo las mangas de su jersey sin que se diera cuenta. Solo lo
descubrió el día que por fin regresó Laura, a quien recibió con el mayor
de sus abrazos. Entonces pudo quitarse el jersey, encantado por volver a
tener manos, pero más aún por ser tan querido por todos. Tan feliz le
hacía tanto cariño que, desde aquel día, y ante el asombro de su
maestra, lo primero que hacía cada mañana era untarse las manos con la
crema mágica, para asegurarse de que nunca más las volvería a utilizar
para pegar a nadie.
Autor..
Pedro Pablo Sacristan
Leer y comentar con los niños y niñas.